
Hoy es el aniversario de mi aprendizaje del español. En este escrito, hablo de la historia de mi familia, la muerte de mi abuelo, mis experiencias en los últimos años, y cómo generaron en mí un amor por el idioma español.
El español y la historia de mi familia
Los papás de mi abuelo, Héctor Palacio, eran de Sonora, México. La mamá de mi abuela, Beatríz de Dios, era también de México. Su papá era de León, España. Mis abuelos nacieron acá en los Estados Unidos, pero mi abuelo, Héctor (a quien siempre llamábamos “Papa” sin tilde) creció en México. Su mamá tuvo un problema con un señor importante del pueblo y los mandaron, ilegalmente, al norte de México donde atravesaron tiempos muy difíciles y casi se murieron de hambre en varias ocasiones. Mi abuelo creció en un rancho, trabajando como vaquero. De esa época tan desafiante llena de aventura y tristeza, saldrían más tarde muchos cuentos, a veces reales y a veces exagerados, que harían muy felices a sus veinte nietos. Después de muchos años, lograron regresar a EEUU, donde se casó con mi abuela y formaron su familia, incluyendo a mi mamá.
De niño, mi mamá me hablaba con palabras españolas. Palabras como “toallita”, “palita”, “chanclas”, “leche” y muchas más. Me dijo que sus hermanos eran mis “tíos”. Una vez, durante la Navidad, cuando tenía quizá ocho años, me enseñó a cantar “Noche de Paz” en español. Lo importante aquí es que ella no sabía hablar español. Sabía cosas, pero no lo podía hablar de verdad. Mis abuelos nunca se lo habían enseñado. Le pregunté a mi abuela el por qué, y me dijo que al principio les hablaba un poco en español, pero después de que conocieron a sus amigos en el colegio, no querían hablarlo. Papa siempre me decía que en esos tiempos era mejor no hablar español, porque la gente le trataría mal y nadie le vendería una casa. Y así se perdió el idioma en mi familia.
Por eso, aún escuchando esas palabras de niño y sabiendo un poco de la historia de mi familia, no me consideraba “latino”. No tenía ningún interés en aprender el idioma español. Yo nunca prestaba atención en mis pocas clases de español en el colegio; preferí tomar dos años de Latín en vez de español cuando era adolescente. Cuando llegué a la universidad, sabía decir “mi casa es su casa” y “adiós amigos” y eso fue básicamente todo.
En el verano de 2018, me fui de viaje a España por primera vez para reunirme con unos amigos que había conocido el año anterior en un tren en Noruega. Ellos hablaban muy bien el inglés y pues gracias a eso pudimos comunicarnos, porque yo no sabía nada de español. Me preguntaron por qué no lo hablaba, y no tenía respuesta. “¿Por qué no lo hablo?” Pensé yo. Decidí que fue porque no podía hacerlo, o no tenía el tiempo para hacerlo. Un poco antes de esto, mi primo había aprendido sueco conversacionalmente, siendo la primera persona en mi familia cercana para aprender otro idioma. Reflexionando sobre estos temas, lo estaba pensando, pero pronto me iba a mudar a Irlanda para mi maestría, así que había otras cosas más importantes que hacer.
Poco después de llegar a Arizona para hacer mis preparativos para ir a Irlanda, a Papa lo llevaron al hospital. Iba a morir a los 91 años y todos lo sabíamos. Mucha gente vino a visitarlo. Gente que yo no había visto desde que era niño, cuando iba a la iglesia hispana de mis abuelos. Eran las personas que me pellizcaban las mejillas, llamándome “mijo”. Y ellos habían venido “al sepelio del Rey”, en las palabras de García Márquez. Para complacerlo, sus viejos amigos y su esposa le cantaban sus rancheras e himnos favoritos. Estando allí, y escuchando eso, me puse a llorar. Me di cuenta del poder que tiene un idioma. Me di cuenta que había una gran parte de mi abuelo que no podía entender — que él no me podía comunicar. Pensé en todas las veces que él me había dicho que el “rap music” de EEUU es basura y que a él solo le gustaban las canciones mexicanas porque “contaban historias”, y de golpe las quise entender. Fue entonces cuando supe que iba a aprender el idioma español. Desde entonces mi vida ha sido impulsada en gran parte por esa decisión.
Irlanda, España, México
Durante el siguiente año, mientras vivía en Irlanda, estudiaba tanto como podía el español. Escuchaba música (incluyendo las rancheras que le habían gustado tanto a Papa) y podcasts en español, veía series, usaba DuoLingo y otras aplicaciones, y tomaba clases en línea con profesores de todas partes.Vale la pena decir aquí que por pura casualidad, una gran mayoría del contenido que absorbía era de Colombia, tanto que empecé a escoger profesores colombianos y contenido colombiano porque me resultaban más fáciles de entender.
También conocí a Alba, una chica de España que también quería mejorar su inglés. Durante este tiempo en Irlanda viajé a España 3 veces, y esta vez sabía hablar un poco el idioma. Una vez con mi familia a Barcelona, otra vez para visitar a unos amigos en Oviedo y Madrid y la última vez para viajar por casi todo el país durante unas semanas con Alba. Pero esa es otra historia. Lo importante es que en algún momento durante ese año logré dejar de ser principiante y llegué a tener un nivel intermedio — sabía hablar español. No era nada impresionante, pero fue el primer gran desarrollo de mis habilidades y me brindó una motivación aún más intensa para mejorar. Elegí no hablar el Castellano de España por varias razones. Primero, por la historia de mi familia. Segundo, por el tipo de español que se habla en EEUU. Y finalmente, porque ya tenía bastantes dificultades con los verbos y el idioma ¡como para agregar un berraco “vosotros” encima de todo eso! Eche, ni modo. En aquella época todavía leía muy poco en español. Tampoco me consideraba “hispanohablante”, sino “alguien que estaba aprendiendo el español”. Esto para mi era una distinción esencial.
Al regresar a EEUU, fui donde una tía abuela que vivía en México, pero no encontré trabajo entonces no pude quedarme mucho tiempo. Fue allí donde empecé a leer en español. Mi primera novela adulta fue “El Alquimista” — la escogí porque sabía que era básicamente una fábula y por eso tenía una forma sencilla y predecible. Eso también fue un hito en mi aprendizaje, se abrieron las puertas de otro mundo — un mundo de conocimiento que antes no me había sido disponible. Leía novelas policíacas, literatura latinoamericana, historia, filosofía, de todo un poco. Me gustó mucho la tetralogía de Carlos Ruíz Zafón de El Cementerio de los Libros Olvidados”. También me gustó mucho un libro que me recomendó una amiga colombiana (a quien mencionaré más tarde) que se llama “La Invención de Morel” por Adolfo Bioy Casares. Empecé a leer mucho de Colombia y obsesionarme por su historia y cultura. Ya había decidido que iba a basar mi acento en el “acento colombiano” (que precisamente hablando no existe). También vi una serie de Netflix que se llamaba “Bolívar”, y eso me generó un gran interés en la vida de Simón Bolívar y la historia de Colombia y Venezuela. Mientras trabajaba en Arizona, sabía que iba a ir a la universidad el otro año para estudiar derecho, pero no quería quedarme en Arizona hasta entonces. Por eso, busqué trabajo como profesor en Colombia. Lo encontré, y después de mucho esfuerzo (porque ya había empezado la pandemia) me mudé a Santa Marta, una ciudad pequeña en la costa caribeña, que — también por una casualidad exquisita — fue la misma ciudad en la que murió el gran Simón Bolívar.
Colombia
El año que pasé en Colombia fue el próximo gran salto en mi español. También allá se me fue pegando el acento costeño, en gran parte gracias a todo el tiempo que pasaba con los pelaos en el colegio (ubicado en la Región Caribe).
Logré viajar por muchas partes del país y hacer grandes amigos que también me ayudaron mucho. En particular vale la pena mencionar a Fioreli — la bogotana y profesora de español del colegio. Ella me enseñó tanto del idioma español (y de la vida en general). Intercambiamos escritos, tuvimos tertulias, y hablábamos de gramática a las 7 de la mañana mientras me conducía al colegio.
También debo mencionar a mi querida amiga Daniela de Medellín, a la que había conocido antes de ir a Colombia. Nuestra gran amistad y su buen corazón han sido privilegios en mi vida que me han ayudado no solamente con el español. Hay otros: Juan Diego, Ángelo, Valentina — y todos son personas espectaculares.
Después de ese año, me quedó claro que siempre iba a hablar un español más colombiano que cualquier otro.
Mis Grandes Logros
Cada logro es importante con un nuevo idioma, pero he tenido unos más grandes que otros que valen la pena mencionar.
Leí casi toda la obra de Gabriel García Márquez mientras estuve en Colombia. Haber leído Cien Años de Soledad, en particular, mientras vivía en la región natal del autor, fue algo sumamente enriquecedor. Incluso logré ir de viaje a Aracataca, el pueblo donde nació García Márquez.
Haber negociado un contrato de arriendo en español, y haber negociado y discutido con incontables taxistas y vendedores, también fue algo del que estoy orgulloso. Una vez una vendedora de la calle me dijo “Dios mío este gringo si es bien avispado”.
Haber tenido reuniones profesionales, conferencias, y haber cumplido tareas laborales en español también fue un hito importante. Una vez me tocó hacer una presentación frente a todos los padres del colegio en español.
Finalmente, mis proyectos de traducción son hasta ahora mis logros favoritos. Mi primera traducción lo hice al inglés de un capítulo del libro filosófico “Siquiera Tenemos Las Palabras” escrito por (en mi opinión) el intelectual actual más estimado de Colombia, Alejandro Gaviria. Gaviria era el rector de la mejor universidad de Colombia (La Universidad de Los Andes), pero lo dejó hace poco para hacer su campaña presidencial. De hecho, le escribí al señor Gaviria por correo, mostrándole mi traducción y pidiéndole unos datos sobre el libro y sus opiniones sobre otros autores. Él me contestó y tuvimos una breve conversación muy amable e inspiradora.
Actualmente, estoy trabajando en una traducción al español de un libro de fantasía escrito por mi hermano.
Mi Futuro Con El Idioma
Estaré hablando este idioma hasta el día de mi muerte. No lo podría sacar de mi alma si lo intentara. Ya forma parte de mi ser. Quizá siempre ha formado parte de mi ser y solo le he dado su oportunidad para salir y florecer.
No pretendo hablarlo perfectamente — ni cerca — y tengo muchas metas con el idioma por cumplir. Quiero hacer un curso universitario para obtener un certificado profesional en dominio de la lengua. Quiero usarlo en mi día a día en mi carrera (ya lo uso un poco ayudándoles a los abogados a comunicarse con clientes hispanohablantes). Quiero ir a más países en Latinoamérica. Hay innumerables vainas que me quedan por hacer y entender — la lista es larguísima.
Uno de mis grandes arrepentimientos es que nunca pude hablar con Papa en su lengua materna. Aunque no lo puedo hacer, lo que sí puedo hacer es amar el idioma y vivir el idioma tanto como pueda. Hablo con mi abuela, que es la última persona de mi familia que habla el idioma. Ella incluso lo ha olvidado un montón, y no lo habla a la perfección. Yo me veo como el que está salvando la cultura casi perdida de mi familia. Aún no me considero “latino”, y nunca lo seré. Pero ahora, por fin, me considero hispanohablante.
